Tan sólo cuando el desastre y la calamidad tiñen los pañuelos empapados de lágrimas con un baño de sangre, cuando las deflagraciones suicidas esparcen restos de las vísceras de miles de inocentes que inconscientemente sin comerlo ni beberlo sufren el descarnado atropello de la egoísta y ambiciosa ofuscación de crueles tiranos e insensibles ideólogos totalmente absortos en su enorme equivocación, que aún así se permiten constituir ejércitos de almas desamparadas ignotas perdidas en la soledad de su indefensión e incomprensión bajo las que encuentran un falso apego, es cuando por desgracia se le dedica el necesario y suficiente tiempo a la reflexión, acabando por admitir el grave error de haber tolerado tanto abuso. Nos auto-juzgamos, que no auto-culpamos, acerca de aquello que jamás debió de ocurrir pero que por desgracia resulta excesivamente habitual. ¿Cuántas veces habremos de plagar los campos de cuerpos inertes? ¿Con cuantas piedras será necesario darnos de topetazo para entender que nada es justificable por la fuerza? ¿Por qué damos por asumido que el dolor y el sufrimiento son necesarios para dotarnos de una mejor vida? ¿Con cuántos cementerios habremos de adornar nuestras ciudades para rememorar a todos aquellos que han perecido vanamente? ¿Acaso no existió mejor gloria y ventura para los que sucumbieron en esas inútiles luchas que el hecho de haberlos permitido perdurar en vida? ¿Por qué nos hemos acostumbrado a que las flores suplanten la memoria de las almas?

Una gran parte del terreno ocupado por la civilización de uno u otro modo ha estado bañado en sangre. Desgraciadamente cada vez que uno ó cientos de manojos de flores yacen en el punto de recuerdo de un malogrado suceso, lo único que se nos ocurre es añadir una fecha a la historia en memoria al fracaso del espíritu conciliador humano.