En un soez ejercicio de distinción, el séquito que acompaña a todo gran mandatario se pavonea arropado en oropeles que derrochan boato, afloran suntuosidad, provocan asombro y convocan a la concentración de multitudes cuando de llevar a cabo un desfile público se trata. El cortejo en escolta que acompaña la procesión del alto dignatario ejerce una función de comparsa a la vez que desempeña un protocolario acto manifiesto de poder y status social. Éstos actos de parafernalia aparecen reflejados ya en los anales de nuestra historia, cuando los emperadores romanos formaban apoteósicas comitivas de entrada a la ciudad en honor a los generales vencedores a su regreso de las contiendas y ha venido aconteciendo a igual modo hasta nuestros días. Ésta exhibición, evidencia jerárquica incuestionable, aún no ha cesado en su práctica y pretende fundamentalmente dejar patente diferencia existente entre la plebe y la élite. Es un recordatorio palpable que lleva implícito el mensaje subliminal de dar a entender quién es el que ejerce el liderazgo y a quién debe respeto el pueblo llano, llegando incluso a cruzar fronteras extrapolando el uso intencionado de dicho mensaje para evitar futuros conatos de confrontación con enemigos latentes si al acto se le combinan elementos armamentísticos. Esta ceremonia se presta a ser fundamental si dicho patriarcado desea sustentar en el tiempo su condición de respetado.

"Desde la más vetusta y arraigada tradición de la edad media en la que los papas fueron a su vez jefes de estado, hasta nuestros días algo más sofisticados, las comitivas y los desfiles hacen gala de un dominio gubernamental.”