A pesar de que su medida ha fluctuado en relación a variables geológicas, el nivel de partículas de oxígeno presente entre el resto de gases que componen el aire es en la actualidad bastante inferior a los que se con toda seguridad se registraron en momentos pretéritos de nuestro planeta y más en concreto, según recientes estudios, durante el período del cretácico. La industrialización y el uso de vehículos que se alimentan de combustibles fósiles, principales emisores de residuos de dióxido de carbono a la atmósfera, han favorecido su descompensación y con ello el envenenamiento del aire. En tanto, nuestro organismo en la medida de lo posible, hace esfuerzos inconmensurables para adaptarse a las nuevas circunstancias, algo que no siempre consigue con cierta celeridad, de ahí que nuestro cuerpo acabe perturbado revelándose contra su propio sistema. Las células, aquellas que nos ayudan a mantenernos en vida se vuelven patógenas, cancerígenas y dejan de ejercer labores de defensa para volverse agresivas. Se han analizado burbujas de aire cristalizado en ámbar perteneciente a períodos prehistóricos con unos niveles de hasta un 15% más de concentración de oxígeno que para nuestros pulmones hoy día resultarían imposible de asimilar, quizás más tóxico aún que el mismo dióxido de carbono.

“La nube de gases que se elevan sobre la atmósfera de las grandes urbes ha dejado de mostrar un cristalino color azul, para aparentar una sensación de oxidado, manido y sucio.”